Gracias, a los trabajadores agrícolas del condado de Sonoma

Ricardo Ibarra

Cuando Marco llegó a California hablaba un solo idioma: el mixteco. Tenía 17 años. Y estaba listo para trabajar para pagar unas deudas en su natal Oaxaca, razón por la cual vivió durante dos años con solo dos pantalones —que recuerda compró en la Wal-Mart. En estos últimos once años aprendió español y comienza a masticar el inglés. Terminó la preparatoria y planea estudiar para convertirse en viticultor.

José cumplirá 20 años sin documentos en el condado de Sonoma este próximo año. Llegó de Guanajuato en mayo de 1996. Vino a trabajar. Lleva 18 años en la misma compañía dedicada a producir el vino que tanto nos gusta concentrar en el paladar. Maneja un tractor. Tiene un programa en una estación local de radio. Se casó. Se divorció. Tiene un hijo y una hija. Está por concluir sus estudios de bachillerato.

Alejandra, Martha y María laboran en los campos del norte de la bahía desde hace más de 20 años. Alejandra tiene problemas para caminar debido a un accidente en la carretera, pero sigue en esto de la cosecha. A María le duelen las caderas por una caída que tuvo mientras pizcaba uva. Y Martha, al igual que sus dos compañeras, tiene una jornada laboral de 10 horas al día, con dos descansos de 15 minutos cada uno y 30 minutos para comer.

Estos dos trabajadores y tres trabajadoras agrícolas no tienen documentos en los Estados Unidos. Los llaman ilegales. Pero al igual que otros miles de trabajadores del campo en el condado de Sonoma y en el resto de California, cruzaron la frontera con México para buscar una mejor calidad de vida, para escapar de las políticas públicas mexicanas que los mantenían en la miseria. Y trabajan. Trabajan duro.

En este Día de Acción de Gracias, La Prensa Sonoma los reconoce por poner los alimentos en la mesa de la comunidad del norte de California. Por su situación migratoria no publicamos sus nombres completos, ni sus rostros, pero compartimos sus historias, porque merecen ser contadas, porque merecen ser recordadas en estos días en que la cultura anglosajona se dedica a dar gracias.

Del campo a la escuela

Marco sólo hablaba mixteco cuando llegó al condado de Sonoma; ahora platica en español y estudia gramática y conversación en inglés. [Ricardo Ibarra/La Prensa Sonoma]En Windsor lo recibió su papá. Marco tenía apenas 18 años cuando eso pasó, cuando cruzó la frontera y llegó al norte de la bahía. Al igual que su padre, comenzó a pizcar la uva. Con él hablaba su idioma, el de los mixtecos de Oaxaca. Sus compañeros de trabajo, recuerda, “se burlaban de nosotros. Pero no me bajó la moral, al contrario, me motivó a seguir mi sueño cada día”.
Marco sólo hablaba mixteco cuando llegó al condado de Sonoma; ahora platica en español y estudia gramática y conversación en inglés. [Ricardo Ibarra/La Prensa Sonoma]En Windsor lo recibió su papá. Marco tenía apenas 18 años cuando eso pasó, cuando cruzó la frontera y llegó al norte de la bahía. Al igual que su padre, comenzó a pizcar la uva. Con él hablaba su idioma, el de los mixtecos de Oaxaca. Sus compañeros de trabajo, recuerda, “se burlaban de nosotros. Pero no me bajó la moral, al contrario, me motivó a seguir mi sueño cada día”.

Ese sueño de Marco era continuar sus estudios. “Siempre quise estudiar. En México era difícil, por la pobreza. Vine por unas deudas que tenía, más que nada por motivos económicos. Duré dos años sin poder comprarme ropa, por la deuda. Sólo tenía dos pantalones que compré en la Wal-Mart. Mis compañeros se burlaban de mí porque no entendía bien el español; me hostigaban”.

Para evitar el acoso de sus colegas, Marco vio la oportunidad de continuar sus estudios en el programa HEP, de Santa Rosa Junior College (SRJC), el programa de equivalencia a la preparatoria. Ahí aprendió a dominar la lengua española. Ahora comprende aquellos insultos de sus 'compas' en la chamba. Sus esfuerzos académicos tuvieron méritos. Pronto lo ascendieron en su trabajo, y supervisa a aquellos que antes lo fastidiaban.

Después de once años de estar en el condado de Sonoma, Marco estudia gramática y conversación en inglés, en el SRJC, y quiere ser viticulturista, es decir, un experto en el cultivo de la uva. “HEP me ayudó a romper la barrera mental; te ayuda a saber que puedes lograr lo que quieras”, expresó Marco.

Las uvas desde el tractor

José está por cumplir 20 años sin documentos en el norte de California; el trabajo consecutivo en los campos de uva le ha permitido salir adelante. [Ricardo Ibarra/La Prensa Sonoma]Más que encontrar trabajo en los campos del norte de California, lo más difícil para José fue ingresar a los Estados Unidos: “Piensa uno que es fácil, nomás porque uno nunca lo hace. Es como irse a la aventura”, describió este hombre de 42 años.
José está por cumplir 20 años sin documentos en el norte de California; el trabajo consecutivo en los campos de uva le ha permitido salir adelante. [Ricardo Ibarra/La Prensa Sonoma]Más que encontrar trabajo en los campos del norte de California, lo más difícil para José fue ingresar a los Estados Unidos: “Piensa uno que es fácil, nomás porque uno nunca lo hace. Es como irse a la aventura”, describió este hombre de 42 años.

José tenía familiares que trabajaban por esta zona. Vivían en Santa Rosa y en Healdsburg. “Rápido comencé en la pizca de la uva, pero en ese tiempo no había trabajo. Me fui a Oregon; allá pizqué la fresa, dos meses. Se terminó y después me fui a pizcar la mora, ahí mismo en ese estado. Llegué aquí a pizcar la uva en septiembre, con la misma compañía con la que trabajo ahora; me quedé”.

Confesó que la empresa con la que labora, le da buen trato, a pesar de su condición de indocumentado. Esa estabilidad le permitió regresar a su pueblo en Guanajuato, casarse con una mujer de la cual vivía enamorado, regresar a California y tener un hijo y una hija, que a la fecha tienen 17 y 13 años, respectivamente.

Pero como canta José José, ‘el amor acaba’, y se divorció hace unos años. Esa etapa le sirvió para reflexionar, y al igual que Marco, retomó sus estudios de equivalencia a la preparatoria en el programa HEP. Por algunas circunstancias, no ha logrado concluir su proyecto académico, pero mantiene su intención de lograr la meta.

Continúa sus estudios de inglés y planea estudiar una carrera técnica que le permita seguir su labor en el campo. Ahora ve las uvas desde lejos, pues es el responsable de mover un tractor para arriba y para abajo A pesar de que no está tan cerca de las uvas como al principio, no se ve lejos de las praderas: “Me gusta estar al aire libre. No a todos les gusta, pero a mí sí”.

Si quiere escuchar la voz de José, intenté encontrarlo en la programación de la estación de radio local, KBBF 89.1 FM, donde conduce un espacio musical.

Mujeres, madres, trabajadoras

Alejandra, María y Martha, amigas desde que comparten la rudeza del trabajo agrícola en el norte de la bahía. [Ricardo Ibarra/La Prensa Sonoma]“Somos mujeres que tenemos que buscar el pan cada día”, dijo Alejandra, sentada en el comedor de su casa ubicada en uno de los barrios de Santa Rosa. Para ella, nada ha sido fácil. Estuvo ocho días completos en los cerros desérticos del sur de California, cuando irrumpió en terreno estadounidense, desde otras montañas, las de Oaxaca.
Alejandra, María y Martha, amigas desde que comparten la rudeza del trabajo agrícola en el norte de la bahía. [Ricardo Ibarra/La Prensa Sonoma]“Somos mujeres que tenemos que buscar el pan cada día”, dijo Alejandra, sentada en el comedor de su casa ubicada en uno de los barrios de Santa Rosa. Para ella, nada ha sido fácil. Estuvo ocho días completos en los cerros desérticos del sur de California, cuando irrumpió en terreno estadounidense, desde otras montañas, las de Oaxaca.

A diferencia de otros y otras inmigrantes, “yo me vine solita, solitita. Ahora sé que fue muy duro. Me vine así nada más con un grupo de personas. Llegué a Madera, California, porque me dijeron que ahí había trabajo. Pero se acabó pronto ahí. Y en agosto de 1992 me dijeron que aquí había trabajo, y me vine, y aquí me quedé”, narró Alejandra.

“Por mucho tiempo uno seguía el camino de la uva; donde hubiera trabajo ahí me iba con mi esposo. Viajábamos mucho. Hicimos también jitomate, cebolla, y de ahí los pepinos, calabaza, y a la uva otra vez”, manifestó la señora Alejandra, quien aseguró que después de 23 años de trabajo en el campo, ahora se dedica exclusivamente a la uva, y en esta temporada posterior a la cosecha, vende tamales y limpia casas para mantener su hogar. “Hacemos lo que sabemos para sobrevivir”, dijo.

Dejó de trabajar por un tiempo, sobre todo, dejó de regresar a México, definitivo. Era el verano de 2005 cuando había sido abandonada por el ‘coyote’ que la cruzaría por la frontera. En ese viaje de regreso de suelo mexicano terminó herida en el interior de una van con otros pasajeros, luego de que el automóvil terminara volteado a un costado de la carretera.

“Quedé muy mal. Es un milagro de dios el que pueda trabajar hoy. Se me quebró mi cabeza. Se me rajó el pecho y los huesos dorsales de mi espalda; todo mal. Me agarró la diabetes. No podía mover mis manos. No me movía. Nomás no me movía. Mis hermanas me cuidaron, me bañaron, como por seis, ocho meses”, recordó, en compañía de dos de sus amigas, Martha y María, que tenían sus propias historias para compartir.

María no quería hablar, pero Alejandra y Martha la animaron. Terminó por decir: “Ese patrón no servía para nada. Nos trataba como animales. Una vez me caí y no fue bueno ni para preguntarme: ‘cómo estás’. Me quedé tirada unos treinta minutos. Me caí en una piedra. Desde entonces me duele mucho mi cadera y mis huesitos. Se sufre. El trabajo en el campo se sufre”.

Todas asintieron con la cabeza cuando María dio esta declaración. Eso animó a Martha a dar algo que perecen ser confesiones desde el infierno de los campos agrícolas: "Nada más imagínese. Esos son contratistas que quieren todo rápido, rapidito. Hay unos que ni siquiera dan tiempo para tomar agua. Pero, lo más, nos dan 15 minutos de descanso, uno en la mañana y otro en la tarde. Empezamos a veces a las cuatro o seis de la mañana. Y así por 10 horas, hasta las cuatro o seis de la tarde”. ENGLISH

Many thanks to the agricultural workers of Sonoma County

Meet the folks behind the vines – the workers at the base of Sonoma County’s agriculture, the men and women who work 10 hours a day in the vineyards and the fields. Meet Marco, who only spoke Mixtec when he arrived in California at the ripe age of 17; José, who has worked nearly 20 years undocumented, and has almost completed his undergraduate studies; Alejandra, Martha and María, who have worked North Bay fields for more than two decades.

These agricultural workers don’t have papers; they’re what many would call “illegal.” But just like scores of other workers in Sonoma County, they crossed the border between the United States and Mexico to live better lives, to find a better quality of life and to escape from Mexico’s corrupt politics, which have kept them in misery. And they work. They work hard.

On this Thanksgiving Day, La Prensa Sonoma recognized them for putting food on the tables of North California’s communities. Due to their migrant situations, we didn’t publish their full names, nor show their faces, but we share their stories, because they deserve to be told.

Summary in English by Pio Valenzuela

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